Reconociendo a los buenos espíritus

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Tengo una amiga a la que conozco desde hace muchos años y cuyo ejemplo de superación supone para mí un auténtico estímulo. Se asoma ya al medio siglo de existencia, está soltera y no posee descendencia. Ha cambiado a un hipotético marido por el cuidado de su madre y a sus posibles hijos por la dedicación a otros ancianos.

Con aquella debe permanecer continuamente en alerta, tanto por su avanzada edad como por las graves limitaciones a las que está sometida. La imposibilidad de desplazarse por sí misma o su incapacidad para ejecutar las acciones más básicas de cualquier ser humano como comer, andar o asearse implican una carga suplementaria de esfuerzo para su custodia. Esta labor abarca las veinticuatro horas del día, pues incluso por la noche, tiene frecuentes despertares, lo que impide a mi buena amiga disponer de un descanso adecuado sustentado en un sueño reparador.

Con otros ancianos, a los que curiosamente no le vincula ninguna relación de parentesco, desarrolla un trabajo similar. Para ello, aprovecha cualquier instante libre que le surja para atenderlos, sobre todo mirando por su higiene personal y aportándoles una exigua pero intensa compañía humana (algo tan necesario en ese período de la vida) en esos cortos espacios de tiempo en los que puede “dejar” a su progenitora.

Muchas veces, la curiosidad acude a mi mente y le pregunto por cómo se organiza para poder llevar a cabo de manera exitosa tantas y tantas tareas, para las que precisa de grandes dosis de paciencia, esfuerzo y sacrificio. Su respuesta no deja de ser admirable pues me comenta que ni siquiera piensa en ello, que quizá planteárselo le interferiría en su trabajo diario. Está claro que rumiar excesivamente en su cabeza no es un tema prioritario en su vida. Por eso, se inclina más por la acción y cree que reflexionar en demasía sobre determinados “asuntos” le ocasionaría más perjuicios que beneficios.

Yo, que a menudo pienso más de lo que actúo, aunque intento acompasar ambas acciones, no puedo dejar de sorprenderme por la actitud habitual de mi amiga. Desde que se levanta, se pone a trabajar duramente en lo que he descrito y casi sin descanso, no se detiene hasta que sus menguadas fuerzas lea empujan al lecho en búsqueda del alimento espiritual del sueño.

No existe ningún interés espurio en todo lo que hace, siendo la humildad la constante sobre la que gira su labor. No airea su trabajo oculto y silencioso, este no trasciende salvo a los que la conocen más estrechamente y jamás atribuye una importancia especial a lo que realiza. Su comentario más habitual al respecto es que “otros harían lo mismo en mi situación”. Considera su cometido como algo natural, como una misión semejante a otras que la vida le ha deparado. Y por supuesto, no está dispuesta a dejar de actuar de este modo hasta que las circunstancias actuales desaparezcan y lleguen nuevos desafíos a su horizonte.

Esta permanente abnegación me hace pensar con frecuencia en las pruebas que el destino nos ha preparado y que en muchos casos, hemos elegido antes de “descender” al plano material. Una vez, hablando con una persona estudiosa de la doctrina espírita y a la que admiro como maestra, esta me dijo que era muy fácil distinguir las pruebas escogidas voluntariamente por el espíritu antes de encarnar, de aquellas otras que por la ley de causa y efecto le eran impuestas al alma como imperativas.

Le pregunté por supuesto cuál era la señal de diferenciación en esos casos y me respondió: “Cuando observes una actitud de rebeldía en una persona, de queja continua ante los retos a los que tiene que enfrentarse, es más que probable que estemos ante un lance expiatorio. Sin embargo, cuando examines a alguien que incluso a pesar de la dificultad del reto a encarar, lo asuma con naturalidad, con humildad, y sobre todo, con abnegación, ahí estarás ante una coyuntura en la que el espíritu ha aceptado con esperanza las distintas vicisitudes y se siente feliz por ello”.

Una de las cosas más interesantes que aprendí en la Facultad de Psicología es que el grado de satisfacción del individuo consigo mismo aumenta conforme su nivel de libertad es mayor a la hora de desarrollar cualquier tarea. Así, no es lo mismo estudiar una materia porque te apetece, porque te resulta vocacional, que si lo haces por imposición de alguien o de las circunstancias. En el primer caso, el placer del sujeto con lo que lleva a cabo es infinitamente superior a la otra opción, donde se impone el criterio de obligación sobre el de elección. Esto, además de ser un hecho demostrado, concuerda perfectamente con el sentido común y con la filosofía de la doctrina espírita.

Cuando contemplo a mi amiga, no puedo evitar pensar que me hallo ante un claro ejemplo del primer tipo que he citado. Ella eligió sus pruebas en su actual existencia, carga con ellas con dignidad, lo que no obsta para que tenga que realizar una labor poco reconocida por su entorno y rebosante de generosidad.

Ella se constituye en modelo cercano y vivo de cómo reconocer a aquellos espíritus avanzados que tienen claros sus desafíos, esas almas que se apresuran por cumplir con sus compromisos, sin demora y sin gemidos, porque han desarrollado plena conciencia de que no hemos venido a esta dimensión a perder el tiempo en lamentos estériles, sino a aprovecharlo en pos de la elevación del alma.

Consideremos ahora, si en nuestro ámbito, se producen casos similares al que yo he relatado. Sin duda, son prototipos que la vida sitúa ante nuestros ojos para que espabilemos y sepamos reconocer el verdadero camino.

Cuando era adolescente, había en mi clase alumnos de comportamiento intachable y calificaciones sobresalientes. En el resto de la escuela, existía división de opiniones sobre qué actitud adoptar ante este tipo de compañeros. Algunos se quejaban amargamente por este hecho y trataban de minar la moral de esos buenos estudiantes para que se sumergieran en la más absoluta mediocridad. Otros en cambio, se veían estimulados por esos ejemplos de superación y por ello, se sentían empujados a mejorar su rendimiento y actitud.

Yo, desde luego, no tengo ninguna duda al respecto e intento que la cotidiana realidad de mi amiga sea un magnífico estímulo para mi quehacer habitual. ¿Cómo podría su conducta ser fuente de envidias o celos para otros? Por fortuna, Dios dispone en el aula de la vida a alumnos aventajados entre nosotros, a fin de impulsarnos en nuestro trabajo evolutivo, aquel que en su día convenimos con los sabios “espíritus programadores”. Ellos diseñaron, al compás de nuestro libre albedrío, la naturaleza de las pruebas a las que nos enfrentaríamos en la Tierra.

Ojalá que nunca rechacemos la presencia de esas almas adelantadas que el Creador ha emplazado estratégicamente entre nosotros para impulsarnos hacia el bien. Permanezcamos con los ojos bien abiertos y los oídos receptivos a su sana influencia.

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